Jeremías (Anatoth, Judea 650 a.C. - Daphnae, Egipto 585 a.C.) fue un profeta hebreo, hijo del sacerdote Hilcías. Jeremías vivió entre el 650-586 a.C. en Judá, Jerusalén, Babilonia y Egipto. Fue coetáneo de Ezequiel y anterior a Daniel. Es autor del volumen de la Biblia conocido como "Libro de Jeremías". Se le atribuye a él la autoría de los "Libros de los Reyes" y "Libro de las Lamentaciones".
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén. Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético. Su vida, como profeta, se caracterizó por soportar con una inquebrantable entereza los múltiples apremios y acusaciones que sufrió a manos de estos reyes y de los dirigentes de Israel, desde azotes hasta ser abandonado en estanques o arrojado a las mazmorras.
En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a “desarraigar” el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido.
La mayoría de sus profecías fueron escritas en rollos por el escriba Baruc, hijo de Nerías quien le acompañó en una buena parte de su misión. Con sus profecías sobre la invasión de los "pueblos del norte" (Babilonia) desafió la política y el paganismo de los reyes de Judea, Joaquim y Sedecías y anunció el castigo de Yahvéh por la violencia y corrupción social, que rompían la alianza con Dios: "Hablan de paz, pero no hay paz", escribió.
Según Jeremías, la primera versión de su libro profético fue destruida a fuego por el rey Joaquim, bajo cuyo gobierno el profeta vivió en continuo peligro de muerte. La persecución contra Jeremías se acrecentó bajo el mandato de Sedequías. Este, a pesar de reconocerlo como portador de la palabra de Dios, lo trató con crueldad y lo acusó de espía de los babilonios, como consecuencia de proclamar que Juda sería destruida si no se arrepentía de sus pecados y de no retomar la alianza con Yavhé. Jeremías llegó a lamentarse por su destino, pero finalmente decidió continuar su misión profética.
Jeremías anuncio la derrota de Judea, profetizo la futura destrucción de Babilonia y la instauración de la Nueva Alianza. Y efectivamente, desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina. Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico.
Ya en 587 sobreviene la catástrofe final, tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
En esa incursión, los babilonios destruyeron el Templo de Jerusalén. Únicamente los pobres fueron respetados y Jeremías se retiró a Mizpah y luego a Egipto. Nabucodonosor además protegió a Jeremías sacándolo de la prisión de Ramá (Belén) donde estaba encadenado junto a los principales cautivos de Jerusalén y Judá para que viviera entre los caldeos, este hecho lo llevó a ser tratado como un traidor y espía de los babilonios.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente por el pueblo desterrado en Babilonia les permitió superar la tremenda crisis del exilio.
Ello se debe a que al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. Tras la destrucción de Jerusalén, Jeremías no fue conducido al exilio babilonio. Se quedó en Canaán, en el devastado viñedo de Yahveh, para que pudiera continuar su función profética. En fecha posterior fue llevado a Egipto por judíos emigrantes. Según una tradición mencionada en primer lugar por Tertuliano, Jeremías fue lapidado en Egipto por sus propios compatriotas debido a sus discursos que amenazaban con el futuro castigo de Dios, coronando así con el martirio una vida de pruebas y dolores constantemente crecientes.
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén. Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético. Su vida, como profeta, se caracterizó por soportar con una inquebrantable entereza los múltiples apremios y acusaciones que sufrió a manos de estos reyes y de los dirigentes de Israel, desde azotes hasta ser abandonado en estanques o arrojado a las mazmorras.
En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a “desarraigar” el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido.
La mayoría de sus profecías fueron escritas en rollos por el escriba Baruc, hijo de Nerías quien le acompañó en una buena parte de su misión. Con sus profecías sobre la invasión de los "pueblos del norte" (Babilonia) desafió la política y el paganismo de los reyes de Judea, Joaquim y Sedecías y anunció el castigo de Yahvéh por la violencia y corrupción social, que rompían la alianza con Dios: "Hablan de paz, pero no hay paz", escribió.
Según Jeremías, la primera versión de su libro profético fue destruida a fuego por el rey Joaquim, bajo cuyo gobierno el profeta vivió en continuo peligro de muerte. La persecución contra Jeremías se acrecentó bajo el mandato de Sedequías. Este, a pesar de reconocerlo como portador de la palabra de Dios, lo trató con crueldad y lo acusó de espía de los babilonios, como consecuencia de proclamar que Juda sería destruida si no se arrepentía de sus pecados y de no retomar la alianza con Yavhé. Jeremías llegó a lamentarse por su destino, pero finalmente decidió continuar su misión profética.
Jeremías anuncio la derrota de Judea, profetizo la futura destrucción de Babilonia y la instauración de la Nueva Alianza. Y efectivamente, desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina. Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico.
Ya en 587 sobreviene la catástrofe final, tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
En esa incursión, los babilonios destruyeron el Templo de Jerusalén. Únicamente los pobres fueron respetados y Jeremías se retiró a Mizpah y luego a Egipto. Nabucodonosor además protegió a Jeremías sacándolo de la prisión de Ramá (Belén) donde estaba encadenado junto a los principales cautivos de Jerusalén y Judá para que viviera entre los caldeos, este hecho lo llevó a ser tratado como un traidor y espía de los babilonios.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente por el pueblo desterrado en Babilonia les permitió superar la tremenda crisis del exilio.
Ello se debe a que al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. Tras la destrucción de Jerusalén, Jeremías no fue conducido al exilio babilonio. Se quedó en Canaán, en el devastado viñedo de Yahveh, para que pudiera continuar su función profética. En fecha posterior fue llevado a Egipto por judíos emigrantes. Según una tradición mencionada en primer lugar por Tertuliano, Jeremías fue lapidado en Egipto por sus propios compatriotas debido a sus discursos que amenazaban con el futuro castigo de Dios, coronando así con el martirio una vida de pruebas y dolores constantemente crecientes.
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