San Agustín nació en el año 354 la ciudad de Tagaste (actual Argelia), en la provincia romana de Numidia, fruto del matrimonio entre Patricio, un hombre pagano de fuerte carácter, y Mónica, una piadosa cristiana que trató durante años de atraer a su hijo a los principios de la doctrina de Jesucristo. La familia disfrutaba de relativas comodidades, razón por la cual el pequeño Agustín pudo disfrutar de una buena educación, la cual vino de la mano de un literattor, y se completaría más tarde con clases de gramática. Después la familia tomó la decisión de trasladarse a la ciudad de Madaura (también en Numidia).
La mala fortuna hizo que su situación económica empeorara en esos años, de manera que tuvieron que retornar a Tagaste cuando Agustín era un adolescente, dedicándose a “disfrutar la vida”, es decir: al ocio puro y duro.
Durante esos años se fragua la actitud hedonista de Agustín, que tanto lo torturará en el futuro. Pero si bien no fue un santo, tampoco fue un hombre malvado como tal. Confraterniza con compañías extravagantes y disfruta de la popularidad, la atención de los demás y las ventajas de cometer ciertas triquiñuelas… Un joven, ni más ni menos. Por esta razón, al ver la senda en que empieza a adentrarse, sus padres deciden pedir ayuda a un amigo, Romaniano, quien se encarga de costear el traslado del joven a la mítica ciudad de Cartago (Túnez) para que siga estudiando.
Allí, en la ciudad del placer (fama bien ganada de Cartago), Agustín toma lecciones de filosofía y retórica, área esta última en la que destaca gracias a su talento y elocuencia natural. Lamentablemente, el estudio no afecta a su vida disoluta. Acude al teatro, a tabernas, a certámenes de poesía y va saltando de una amante a otra. Vive por y para el placer y en esos años establece una relación de pareja (sin casarse) con una mujer a quien dejará embarazada. De dicha relación, que durará cerca de 14 años, nacerá su hijo Adeodato.
Pese a su predilección por el ocio, Agustín no deja de ser un hombre bendecido con una mente brillante que se siente atraída en esos años por la obra de Cicerón, concretamente Hortensio, aunque las creencias que terminarán por conquistarle serán las maniqueas. El maniqueísmo, fundado por el persa Maní –quien decía ser el último de los profetas enviados por Dios a la tierra–, fue una religión universalista que defendía una visión dual de la existencia: el mundo se encuentra en una continua lucha del bien con el mal, lucha a la que no es ajena la vida humana. Por un lado, el alma representa la luz, el bien; mientras que, por otro lado, el cuerpo, que está sujeto a las pasiones, representa el mal. Para alcanzar la liberación de la primera sobre el segundo, apostaban por diferentes prácticas ascéticas de renuncia a todo lo material, que, por otra parte, tuvieron poco efecto en Agustín. Los maniqueos consideraban que su religión era la creencia definitiva y verdadera, por encima de todas las demás confesiones.
Imbuido por estas ideas, Agustín retorna al hogar materno, lo que crea duros conflictos con su devota madre, quien lo expulsa a él y a su familia. Tiene que ser de nuevo Romaniano quien se haga cargo de él, aceptándolo en su casa y buscándole un empleo como profesor. Sin embargo, esta unión durará poco. Agustín tiene en mente retornar a Cartago a seguir con su vida libre de ataduras y para ello pide dinero para así poder fundar una escuela de retórica en la antigua capital púnica.
En el año 383, tras engañar a su madre, Agustín escapa a Roma, donde cree que podrá empezar una nueva vida. Para ello vuelve a encontrar trabajo como profesor, pero pronto descubre que esa es otra de las facetas de su vida de las que empieza a estar cansado. Es un tema recurrente que se repite una y otra vez: nada parece satisfacerle. Ninguna creencia es capaz de enderezar su vida y darle la estructura y los principios tanto ansía. Se siente terriblemente perdido y culpable, más aún debido al engaño y abandono a su madre. Y para colmo de males enferma gravemente. Siente en su interior que nunca será capaz de encontrar la verdad.
Ya repuesto y con la ayuda del entonces prefecto de Roma, Símaco, logra ser recomendado para un cargo como maestro de retórica en Milán, y puesto que no tiene nada más a lo que agarrarse, se traslada otra vez. Allí, acude su madre, Mónica, y su hermano Navigio, quienes le convencen para que finalice de una vez por todas su relación extramatrimonial, ponga orden en su vida y se busque una buena esposa. Agustín acepta…a su manera: Abandona a la madre de su hijo y se compromete con otra mujer, no sin antes buscarse otro par de amantes.
Harto de no encontrar ninguna filosofía o creencia que dé sentido a su vida, empieza a tontear con el escepticismo, la corriente que dice que el hombre no tiene capacidad para conocer la verdad. Visto lo visto, quizá ese sea el mejor camino para él: dudar de todo.
Y es entonces, cuando menos se lo espera, cuando comienzan a darse las circunstancias para que todo cambie, para el giro radical que hará que su nombre entre en los libros de historia. El primer paso no es otro que el efecto que tienen en su persona los sermones del obispo de Milán, Ambrosio, cuyas palabras van poco a poco haciendo mella en él mientras se acerca al estudio de la filosofía de Plotino. Esta mezcla de cristianismo y neoplatonismo va cobrando forma en su mente, augurando la gran aportación que habrá de hacer a la historia de la filosofía.
Pero aún es pronto. Sus problemas no están en absoluto resueltos y todavía siente vergüenza y frustración por su personalidad débil y pecadora. Su vida sigue sin tener un sentido que la estabilice. Una tarde, mientras pasea por un huerto en plena crisis existencial, asqueado de sí mismo, escucha la voz de un niño que se acerca a él, le entrega una Biblia y le dice: “Lee”.
Tal y como Agustín cuenta en su obra más personal, Confesiones: “Al llegar al final de la página se desvanecieron todas las sombras de duda”. Por fin se siente libre, transformado, lleno de paz. Y comprometido con esa experiencia que atribuye a Dios, abandona, de un plumazo, su vida anterior. Deja a su prometida, a sus amantes y su empleo, y toma la decisión de dedicar por completo su vida a Dios y al estudio de la Biblia. Esto dará una inmensa alegría a su madre, que llevaba 30 años tratando de que viviera según las enseñanzas cristianas.
Toda la familia, así como un pequeño grupo de amigos, se traslada a Casiciaco, en las cercanías de Milán, donde el futuro San Agustín será bautizado por San Ambrosio a la edad de 33 años. En la pequeña población comienza una nueva vida llena de pureza y castidad, dedicando todos sus esfuerzos al estudio de la filosofía cristiana. Será en esta villa en la que escriba alguna de sus primeras obras filosóficas: Contra los académicos, De la vida Feliz, Soliloquios y La inmortalidad del alma.
Al año siguiente muere Mónica, su madre, y Agustín toma la decisión de retornar a su tierra natal junto su amigo Alipio y su hijo Adeodato, para dedicarse en cuerpo y alma a la vida religiosa como tal. Nada más llegar, vende todas sus pertenencias, entrega buena parte de sus ganancias a los pobres, acaba con todas sus deudas y transforma la casa familiar de Tagaste en un monasterio donde, junto a sus discípulos, dedicarse a hacer vida monacal. Sólo permanecerán allí tres años a lo largo de los cuales sufrirá la muerte de su hijo Adeodato, pero sus prácticas se harán famosas en toda la región, hasta el punto de recibir la orden sacerdotal ante la insistencia de sus fieles.
Al año siguiente vuelven a trasladarse, en este caso a la ciudad que quedará para siempre asociada a su nombre: Hipona. Será el obispo de esta ciudad, Valerio, quien apueste por Agustín para fundar un nuevo monasterio. Y se demostró como una gran elección, pues pronto se gana el aprecio de todos por su labor, hasta el punto de ser nombrado sucesor de Valerio por el primado de Cartago en el año 395. A la muerte de su valedor, tomará su puesto como obispo de Hipona y desde su cátedra se dedicará a la misión episcopal hasta el final de sus días.
Durante esos años se fragua la actitud hedonista de Agustín, que tanto lo torturará en el futuro. Pero si bien no fue un santo, tampoco fue un hombre malvado como tal. Confraterniza con compañías extravagantes y disfruta de la popularidad, la atención de los demás y las ventajas de cometer ciertas triquiñuelas… Un joven, ni más ni menos. Por esta razón, al ver la senda en que empieza a adentrarse, sus padres deciden pedir ayuda a un amigo, Romaniano, quien se encarga de costear el traslado del joven a la mítica ciudad de Cartago (Túnez) para que siga estudiando.
Allí, en la ciudad del placer (fama bien ganada de Cartago), Agustín toma lecciones de filosofía y retórica, área esta última en la que destaca gracias a su talento y elocuencia natural. Lamentablemente, el estudio no afecta a su vida disoluta. Acude al teatro, a tabernas, a certámenes de poesía y va saltando de una amante a otra. Vive por y para el placer y en esos años establece una relación de pareja (sin casarse) con una mujer a quien dejará embarazada. De dicha relación, que durará cerca de 14 años, nacerá su hijo Adeodato.
Pese a su predilección por el ocio, Agustín no deja de ser un hombre bendecido con una mente brillante que se siente atraída en esos años por la obra de Cicerón, concretamente Hortensio, aunque las creencias que terminarán por conquistarle serán las maniqueas. El maniqueísmo, fundado por el persa Maní –quien decía ser el último de los profetas enviados por Dios a la tierra–, fue una religión universalista que defendía una visión dual de la existencia: el mundo se encuentra en una continua lucha del bien con el mal, lucha a la que no es ajena la vida humana. Por un lado, el alma representa la luz, el bien; mientras que, por otro lado, el cuerpo, que está sujeto a las pasiones, representa el mal. Para alcanzar la liberación de la primera sobre el segundo, apostaban por diferentes prácticas ascéticas de renuncia a todo lo material, que, por otra parte, tuvieron poco efecto en Agustín. Los maniqueos consideraban que su religión era la creencia definitiva y verdadera, por encima de todas las demás confesiones.
Imbuido por estas ideas, Agustín retorna al hogar materno, lo que crea duros conflictos con su devota madre, quien lo expulsa a él y a su familia. Tiene que ser de nuevo Romaniano quien se haga cargo de él, aceptándolo en su casa y buscándole un empleo como profesor. Sin embargo, esta unión durará poco. Agustín tiene en mente retornar a Cartago a seguir con su vida libre de ataduras y para ello pide dinero para así poder fundar una escuela de retórica en la antigua capital púnica.
En el año 383, tras engañar a su madre, Agustín escapa a Roma, donde cree que podrá empezar una nueva vida. Para ello vuelve a encontrar trabajo como profesor, pero pronto descubre que esa es otra de las facetas de su vida de las que empieza a estar cansado. Es un tema recurrente que se repite una y otra vez: nada parece satisfacerle. Ninguna creencia es capaz de enderezar su vida y darle la estructura y los principios tanto ansía. Se siente terriblemente perdido y culpable, más aún debido al engaño y abandono a su madre. Y para colmo de males enferma gravemente. Siente en su interior que nunca será capaz de encontrar la verdad.
Ya repuesto y con la ayuda del entonces prefecto de Roma, Símaco, logra ser recomendado para un cargo como maestro de retórica en Milán, y puesto que no tiene nada más a lo que agarrarse, se traslada otra vez. Allí, acude su madre, Mónica, y su hermano Navigio, quienes le convencen para que finalice de una vez por todas su relación extramatrimonial, ponga orden en su vida y se busque una buena esposa. Agustín acepta…a su manera: Abandona a la madre de su hijo y se compromete con otra mujer, no sin antes buscarse otro par de amantes.
Harto de no encontrar ninguna filosofía o creencia que dé sentido a su vida, empieza a tontear con el escepticismo, la corriente que dice que el hombre no tiene capacidad para conocer la verdad. Visto lo visto, quizá ese sea el mejor camino para él: dudar de todo.
Y es entonces, cuando menos se lo espera, cuando comienzan a darse las circunstancias para que todo cambie, para el giro radical que hará que su nombre entre en los libros de historia. El primer paso no es otro que el efecto que tienen en su persona los sermones del obispo de Milán, Ambrosio, cuyas palabras van poco a poco haciendo mella en él mientras se acerca al estudio de la filosofía de Plotino. Esta mezcla de cristianismo y neoplatonismo va cobrando forma en su mente, augurando la gran aportación que habrá de hacer a la historia de la filosofía.
Pero aún es pronto. Sus problemas no están en absoluto resueltos y todavía siente vergüenza y frustración por su personalidad débil y pecadora. Su vida sigue sin tener un sentido que la estabilice. Una tarde, mientras pasea por un huerto en plena crisis existencial, asqueado de sí mismo, escucha la voz de un niño que se acerca a él, le entrega una Biblia y le dice: “Lee”.
Tal y como Agustín cuenta en su obra más personal, Confesiones: “Al llegar al final de la página se desvanecieron todas las sombras de duda”. Por fin se siente libre, transformado, lleno de paz. Y comprometido con esa experiencia que atribuye a Dios, abandona, de un plumazo, su vida anterior. Deja a su prometida, a sus amantes y su empleo, y toma la decisión de dedicar por completo su vida a Dios y al estudio de la Biblia. Esto dará una inmensa alegría a su madre, que llevaba 30 años tratando de que viviera según las enseñanzas cristianas.
Toda la familia, así como un pequeño grupo de amigos, se traslada a Casiciaco, en las cercanías de Milán, donde el futuro San Agustín será bautizado por San Ambrosio a la edad de 33 años. En la pequeña población comienza una nueva vida llena de pureza y castidad, dedicando todos sus esfuerzos al estudio de la filosofía cristiana. Será en esta villa en la que escriba alguna de sus primeras obras filosóficas: Contra los académicos, De la vida Feliz, Soliloquios y La inmortalidad del alma.
Al año siguiente muere Mónica, su madre, y Agustín toma la decisión de retornar a su tierra natal junto su amigo Alipio y su hijo Adeodato, para dedicarse en cuerpo y alma a la vida religiosa como tal. Nada más llegar, vende todas sus pertenencias, entrega buena parte de sus ganancias a los pobres, acaba con todas sus deudas y transforma la casa familiar de Tagaste en un monasterio donde, junto a sus discípulos, dedicarse a hacer vida monacal. Sólo permanecerán allí tres años a lo largo de los cuales sufrirá la muerte de su hijo Adeodato, pero sus prácticas se harán famosas en toda la región, hasta el punto de recibir la orden sacerdotal ante la insistencia de sus fieles.
Al año siguiente vuelven a trasladarse, en este caso a la ciudad que quedará para siempre asociada a su nombre: Hipona. Será el obispo de esta ciudad, Valerio, quien apueste por Agustín para fundar un nuevo monasterio. Y se demostró como una gran elección, pues pronto se gana el aprecio de todos por su labor, hasta el punto de ser nombrado sucesor de Valerio por el primado de Cartago en el año 395. A la muerte de su valedor, tomará su puesto como obispo de Hipona y desde su cátedra se dedicará a la misión episcopal hasta el final de sus días.
Ya como obispo de Hipona tuvo un papel muy destacado en los concilios de III de Hipona y III y IV de Cartago, presidiendo alguno de los mismos y alzándose como una de las grandes figuras del cristianismo de su siglo. Y todo ello mientras asiste, día tras día y año tras año, a la caída en barrena del imperio romano, que tras el saqueo de Roma por las tropas del Rey Visigodo Alarico I en el año 410, parecía completamente condenado.
En 426, nombra a Heraclio como sucesor, con la intención de retirarse al estudio y la oración. Y en el año 430, con Mauritania y Numidia arrasadas, e Hipona sitiada y a punto de caer bajo las garras de Genserico (rey de los vándalos y los alanos), a Agustín de Hipona le llega la muerte a los 75 años de edad, rodeado de amigos y fieles. Pasó sus últimos días confortando a sus conciudadanos ante la probable caída de la ciudad y dirigiendo sus esperanzas al cielo. Un año después Hipona sería incendiada por los bárbaros.
Su relevancia y su legado
Padre, doctor y santo de la iglesia católica, quien fuera un alma “descarriada” durante buena parte de su existencia, terminaría convirtiéndose en el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y uno de los más grandes genios que ha conocido la humanidad. San Agustín hizo el primer esfuerzo importante de fusionar razón y fe, filosofía y religión. En torno a su figura se formó la orden religiosa de los agustinos y dio nombre también a toda una corriente intelectual que influyó decisivamente en los teólogos y filósofos medievales: el agustinismo. Pocos ejemplos hay en la historia que muestren tan a las claras el peso que las creencias pueden llegar a tener en nuestra vida, así como del inmenso poder transformador que tiene la fe.
San Agustín tiene una personalidad compleja y profunda: es filósofo, teólogo, místico, poeta, orador, polemista, escritor, pastor. Cualidades que se complementan entre sí y que convierten al Obispo de Hipona —en palabras de Pío XI— en un hombre “al cual casi nadie o sólo unos pocos de cuantos han vivido desde el inicio del género humano hasta hoy, se pueden comparar”.
La predicación de San Agustín fue abundantísima. Hasta nosotros han llegado más de quinientas homilías suyas, predicadas de viva voz, entre las que se incluyen su Comentario a los Salmos (Enarrationes in Psalmos), al Evangelio de San Juan (In Ioannis Evangelium tractatus), y los Sermones, título con el que los estudiosos han agrupado los 363 discursos aislados considerados auténticos. San Agustín sin embargo es ante todo un Pastor que se siente y se define como “siervo de Cristo y siervo de los siervos de Cristo”, y lo vive en sus consecuencias extremas: plena disponibilidad a los deseos de los fieles; deseo de no alcanzar la salvación sin los suyos (“no quiero ser salvo sin vosotros”); plegaria a Dios para estar siempre pronto a morir por ellos; amor hacia los que están en el error, aunque éstos no lo quieran, o aunque le ofendan. En definitiva, es Pastor en el sentido pleno de la palabra.
El público que escucha sus sermones es de lo más heterogéneo. Patricios y esclavos, pobres y ricos, hombres del pueblo con su cultura rudimentaria y letrados, buenos cristianos, herejes e indiferentes se dan cita para escuchar al gran orador. El Obispo de Hipona se esfuerza por presentar con claridad y, al mismo tiempo, con sencillez la Palabra divina, entablando con sus oyentes un diálogo de amor y de fe.
Para san Agustín, que expuso su teoría de la predicación en el Libro IV De Doctrina Christiana, el predicador es ante todo el doctor y entendido en la Sagrada Escritura, que sabe exponer al pueblo de modo que le entiendan. De ahí su profundo conocimiento de la palabra de Dios revelada, con la que está sazonada toda su predicación.
La predicación de San Agustín fue abundantísima. Hasta nosotros han llegado más de quinientas homilías suyas, predicadas de viva voz, entre las que se incluyen su Comentario a los Salmos (Enarrationes in Psalmos), al Evangelio de San Juan (In Ioannis Evangelium tractatus), y los Sermones, título con el que los estudiosos han agrupado los 363 discursos aislados considerados auténticos. San Agustín sin embargo es ante todo un Pastor que se siente y se define como “siervo de Cristo y siervo de los siervos de Cristo”, y lo vive en sus consecuencias extremas: plena disponibilidad a los deseos de los fieles; deseo de no alcanzar la salvación sin los suyos (“no quiero ser salvo sin vosotros”); plegaria a Dios para estar siempre pronto a morir por ellos; amor hacia los que están en el error, aunque éstos no lo quieran, o aunque le ofendan. En definitiva, es Pastor en el sentido pleno de la palabra.
El público que escucha sus sermones es de lo más heterogéneo. Patricios y esclavos, pobres y ricos, hombres del pueblo con su cultura rudimentaria y letrados, buenos cristianos, herejes e indiferentes se dan cita para escuchar al gran orador. El Obispo de Hipona se esfuerza por presentar con claridad y, al mismo tiempo, con sencillez la Palabra divina, entablando con sus oyentes un diálogo de amor y de fe.
Para san Agustín, que expuso su teoría de la predicación en el Libro IV De Doctrina Christiana, el predicador es ante todo el doctor y entendido en la Sagrada Escritura, que sabe exponer al pueblo de modo que le entiendan. De ahí su profundo conocimiento de la palabra de Dios revelada, con la que está sazonada toda su predicación.
En su predicación, entretejida de textos bíblicos, se sirve de los más usados en la liturgia del norte de Africa. Las citas del Evangelio corresponden a la versión de la Vulgata (traducción de la Biblia hebrea y griega al latín, realizada finales del siglo IV (d.C) por Jerónimo de Estridón), aunque retoca algunos pasajes cuando la ocasión lo requiere o cuando, después de consultar el texto original, no le convence la traducción.
"Entrevista de Agustín con San Ambrosio"
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